La segunda mitad del siglo XIX fue clave para la expansión de nuevas arquitecturas y la creación de la metrópolis moderna. París aspiraba a convertirse en la capital de la modernidad, y para ello el barón Haussmann impulsó una ambiciosa reforma urbanística: renovación del alcantarillado, unificación de las fachadas y apertura de amplias avenidas. Algunos consideraron que, más allá del embellecimiento, estas reformas también buscaban facilitar el control del orden público en caso de revueltas. Esta homogeneidad visual e infraestructural fue imitada por muchas ciudades europeas como Florencia, Viena o Lyon.
Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, Nueva York crecía rápidamente y comenzaba a organizarse en forma de damero, un patrón que también se aplicó en la expansión de Barcelona. En ambos casos se respetaron los cascos históricos, a la vez que se trazaban avenidas en forma de manzanas para planificar el crecimiento urbano. En Madrid, la ambiciosa idea de la Ciudad Lineal de Arturo Soria no llegó a completarse, aunque dejó una huella significativa en la planificación urbana moderna.
Es también la época de los nuevos materiales. El hierro y el vidrio se convierten en protagonistas no solo de edificios, sino también de grandes infraestructuras. Ejemplos emblemáticos son el Crystal Palace (1851), el Puente de Brooklyn (1883) y la Torre Eiffel (1889). Por primera vez, el hierro no se oculta: se exhibe como símbolo de progreso. Frente a la madera, ofrece mayor resistencia y permite construcciones de una escala inédita hasta entonces.
En este contexto de transformación surge la Escuela de Chicago, considerada pionera en la arquitectura moderna. Tras el gran incendio de 1871, Chicago necesitaba reinventarse, y lo hizo con audacia: edificios funcionales, estructuras de acero, grandes ventanales y una estética sobria. Es el momento en el que el historicismo cede paso a la practicidad.
Un ejemplo paradigmático de esta escuela es el Auditorium Building (1889) de Louis Sullivan, que combinaba oficinas, teatro y hotel, integrando dos innovaciones fundamentales: el ascensor y el montacargas. Estas tecnologías no fueron meros añadidos, sino elementos que transformaron para siempre la arquitectura. De hecho, sin ascensor no hay rascacielos.
El primer ascensor de pasajeros fue instalado en 1857 por Elisha Otis en un edificio de cinco plantas en Nueva York. Desde entonces, el ascensor ha sido esencial en el desarrollo de la arquitectura vertical. Hoy, se estima que más de 18 millones de ascensores están en funcionamiento en todo el mundo, y solo en España se superan un millón, lo que la convierte en el país con más ascensores por habitante, según datos de la Federación Empresarial Española de Ascensores (FEEDA).
Así, gracias al ascensor, las ciudades no solo crecieron a lo largo, sino también hacia arriba. Y con ello, cambió para siempre nuestra forma de habitar el espacio urbano. En Magaiz seguimos trabajando para viajar con seguridad.